Ayer leí un artículo del diario perla del 2021, El diario.ar. Habla sobre las pseudociencias y los peligros del discurso “Está en vos” frente a situaciones de enfermedad y de cuidado de la salud. Me devoré el artículo. Y me di cuenta de que amo estos textos que ponen en tensión el límite del poder que tenemos frente a situaciones vinculadas con la salud. Y el peligro que representa esta sensación de falso control. Y me puse a pensar de dónde viene esta obsesión por el tema.
Chufa chufa cha
Hay dos canciones (mentira, hay más) de Chiquititas que siempre me quedaron dando vueltas. Una decía algo como (mentira, decía efectivamente): “si solamente lo querés, mirá todo lo que podés”. La otra (que pensé era la misma, pero no: son dos diferentes, como para reforzar la idea para estas huérfanas): “Todo, todo, todo, es tuyo si querés (¿queres?), con una sonrisa mirá que fácil es, pronto se contagia, se hace carcajada (carcaja), Y ya… no me duele nada”.
Seguramente la cantaba sin demasiada reflexión. Hasta ilusionada, quién sabe. Pero tengo que reconocer que siempre hubo algo en ese par de verbos, en la combinatoria querer-poder, que me sedujo. Sobre todo cuando había una oración condicional de por medio. Después este par se fue complejizando. Expandiendo.
Años más tarde, en un ejercicio típicamente adolescente, encontré a Sábato y a Sartre en la muy heterogénea biblioteca de mis viejos. Me enamoré de esa nube medio oscura, de eso que intuía como un cruel baño de realismo. No entendía demasiado (ahora tampoco estoy segura de entender demasiado). Sí captaba lo básico como para empezar a pensar que eso de que si querés podés tenía asidero, pero sobre todo tenía un límite. De que somos dueñxs de nuestra vida, pero que eso no necesariamente se traduce en que “si solamente lo querés, mirá todo lo que podés”. Claro: es que no tenía por qué haber coherencia entre Cris Morena y el existencialismo.
Después, la facu se encargó de llenar de problematizaciones y relativizaciones todo, cosa que agradezco y padezco a la vez. Entre ese todo, los límites y potencialidades del querer. Del poder. De lo individual y de lo colectivo. Lo social. Las condiciones materiales. El contexto. Bla ble bli. Todo eso.
Hoy mismo ese par de verbos me sigue obsesionando a la hora de explicarme ciertos hechos. Situaciones de lo más variadas. Desde la meritocracia, hasta el Hipólito. El Hipo y los límites del querer y del poder. Perro hallado con un alto grado de impermeabilidad a mis infinitas acciones del querer pero no poder. Perro que enseña el límite y que bien les habría venido a las Chiquititas. Dale, Mili, ponele el pretal al Hipo sin que te arañe. Si lo querés, podés.
Por qué yo
Cuando mi vieja se enfermó de cáncer, emprendió -o continuó o reforzó- una incansable búsqueda. Una búsqueda que imagino emprenden en mayor o menor medida prácticamente todas las personas que un día ven interrumpida la cotidianidad de sus vidas por un evento de ese tipo. Una búsqueda ligada a las preguntas ‘por qué’ y ‘ahora qué’. Algunos son más buscones. Otros se conforman más rápido. A esta altura, es difícil saber cuál es la mejor opción.
‘Por qué me pasa esto’ lleva a respuestas de lo más variadas. Y a trampas. La de la genética como una maldición. La de la enfermedad como una consecuencia directa de la responsabilidad y la acción individuales. Dos cárceles.
A partir del cáncer, mi vieja fue seducida por esa pregunta del por qué. Como encandilada ante un canto de sirena (ahora puedo pensar en esa analogía, recién ahora), pasó años buscando respuestas. Encaró esa búsqueda en varios planos. El que me interesa en este punto tiene que ver con la responsabilidad. Una responsabilidad demasiado parecida a la culpa y que remite a ese par querer/poder. Como familia, la vimos indagar en ese par. Amasarlo, manipularlo. Sacarle el jugo hasta secarlo.
Hizo dietas variadas. Estableció lazos entre emociones no debidamente procesadas y hechos. Recuperó decisiones tomadas en el pasado -por ella o por gente de su árbol genealógico- que se delineaban en la narrativa como aspectos con importante determinación. La vi angustiarse por no haber podido evitar la activación del cáncer. La vi motivarse para intentar evitar o parar el caótico comportamiento de las células. La vi, de hecho, mejorar gracias a los resultados de algunas de esas búsquedas. La vi enojarse cuando se dio con que a pesar de todo, no había podido. La vi pivotear entre la aceptación y la frustración. Entre las respuestas y la incertidumbre.
A esa obsesión suya le debo hábitos positivos. Como la convicción de una buena alimentación. El mantra del no como posible respuesta ante presiones externas. La salud en la expresión. La curiosidad por esas vidas pasadas que, tampoco se puede negar, intervienen de alguna manera en quién una es.
A esa obsesión suya le debo hábitos negativos. Uno en particular: el mal hábito de estar permanentemente en riesgo de caer al vacío de la responsabilidad individual como explicación ante los hechos de la salud. De la culpa ante la enfermedad.
Cárceles
Un mes después de que mi vieja se muriera, mi ginecólogo -que era el suyo también- me propuso pagar un montón de plata para saber si el cáncer de mama estaba alojado como posibilidad en mi cuerpo. Me habló de la genética y de mis antecedentes maternos. Me asusté de la genética. Me enojé ante el absurdo de que la única muerte posible que me esperara fuera una reiteración aburrida. El cáncer de mama. El cáncer de mamá. También a mí.
El año pasado, en pandemia, intenté volver a terapia para tomarme las cosas con más tranquilidad. Probar una línea diferente, por qué no. En la primera sesión, la única, me tocó hablar de mi familia. Cuando llegué al capítulo madre, la psicóloga sentenció que seguramente mi vieja no había podido terminar de procesar y resolver ciertas cuestiones emocionales, por eso el cáncer no había cedido. Le contesté que no era tan así. Que había intentado muchas cosas. Me respondió que seguramente no había podido terminar ese proceso. Esa era su explicación. El cáncer había ganado la pulseada. Ella había querido, pero no había podido. Como si el cáncer y mi vieja hubieran sido un matrimonio en proceso de divorcio, y ella hubiera elegido mal el abogado. La responsabilidad como culpa.
La genética y las decisiones como dos cárceles. El querer y el poder como dos fantasías. Nadamos entre los límites del querer y del poder. Vivimos, enfermamos y morimos. Vemos vivir, enfermar y morir. Y ese par ahí, revoloteando.
Contraoferta
Cada quien tiene su miedo, su pregunta o su no pregunta. En mi caso, es un miedo de llevar una bomba adentro, genéticamente diseñada o personal e inconscientemente instalada. Ese miedo al gesto que -por acción o por omisión- active la bomba sin posibilidad de un MacGyver. Como si fuera tan simple. Como si fuera tan fácil. La pregunta de qué estoy haciendo o qué no estoy haciendo para evitar la explosión suele zumbar como una mosca. Una mosca más atraída por la costumbre que por la convicción.
Cada día intento forjar esta idea fuerza que va tomando cuerpo, aunque a veces se me escapa. Una idea fuerza que quisiera ofrecer como una contraoferta a esas cárceles. A la determinación de la genética como el no poder. A la culpa como resultado del no querer (o no quererlo bien). Una contraoferta también a esa obsesión por preguntarse el por qué. Una contraoferta a esos escenarios irreales que tensionan el poder/querer. Porque para qué negar estas obsesiones, si se las puede convertir en esa idea fuerza recordatorio de que a veces las cosas simplemente son porque son. Porque por qué no van a ser, si pueden ser.
Algo así como hacer un esfuerzo para escuchar de verdad el canto de sirenas. Nadar hasta donde están sentadas boludeando y pedirles que ya, que shh, que tampoco está tan bueno lo que cantan. Invitarlas a que se escuchen y preguntarles si en serio van a seguir cantando esa mierda.
Quizás por todo esto leo obsesivamente cada nota que sale para problematizar los límites del si solamente lo querés mirá todo lo que podés. Como esta del diario.ar.com. Porque me ayudan a reforzar que no hay una explicación unívoca ni lineal para lo que pasa. Para lo que nos pasa. Que querer no es poder. Que poder no es haber querido solamente.
Porque parece que muchas de las cosas que nos pasan, a veces no tienen explicaciones. A veces sí. Porque las inventamos o porque son reales. Y esas explicaciones a veces nos tranquilizan. A veces son peligrosas. Y a veces son inquietantes.
Porque quién no se inquieta cuando se asoma a un hecho tan simple como que las cosas a veces simplemente pasan. Sin pedir permiso. Porque por qué no.