Granos

La vida es lo que pasa entre grano que sale y grano que se va.

Quiero hablar de los granos. De los granos en la adultez. Soy consciente de que existen muchos otros temas más importantes hoy en la lista. Soy capaz de preocuparme por esos temas. No por decir algo más allá del sentido común sobre esos temas. Dólar. Elecciones. Litio. Jujuy. Lo sé. Siguen ahí. Como los granos. Una de las pocas cosas que me acompañaron toda la vida.

Quiero hablar de los granos. Y de cómo la dermatología, en pleno siglo XXI, parece no haber encontrado una solución. O una explicación convincente.

Quiero hablar de cómo no pasa más de una semana sin que me nazca un grano. A veces se van rápido. Pero otras veces se quedan tanto tiempo, que llega un momento en el que tengo la sospecha de que no se van a ir más. El eterno resplandor de los granos con memoria. Porque creo que desarrollaron inteligencias. Y se empeñan en salir en la misma zona. No sé si es el mismo que se va y regresa más fuerte. O es un amigue, que se enteró de que el terreno es fértil y pintó condominio onda Florida.Y no son granitos. Son granos que acuchillan la cara. Que te hacen recordar que tenés cara. Laten. A veces hasta los ves de refilón. Su sombra. Como una lomita al lado de la nariz. Porque algunos construyen en altura. O se amontonan como turistas con previaje en playa de la costa. Y se quedan ahí.

Cada noche pensás que capaz mañana ya no estén. Y cada mañana es el día de la marmota. El grano ahí. A veces más grande, incluso. Desafiando la lógica que diría que, con el tiempo…

A veces me despierto sin granos y, lo juro por mis perros, me salen dos durante el día. Así. De la nada. O me tiro 15 minutos a la siesta y me despierto con un bubón pre grano. No exagero. ¿Dónde están escondidos? ¿qué esperan? Y con el tiempo te volves especialista. Presentís el tipo de grano que será el bubón que asoma. Sos una madre. The mother of granos. Sos la cancha. La playa. La pista. El mundo de tus granos. Y, con resignación, sos testigo y protagonista de su curva de ascenso y descenso, con esa larga meseta en la que nada pasa. O pasa que está inamovible. Como esos invitados que no se van de tu casa a pesar de que ya dijiste ‘pero qué sueño me dio’ tres veces.

Y la gente te mira. Vos, que te olvidás de que están, pensas ‘Qué mira. Tengo algo en la cara’. Y claro. Tenés algo en la cara. Un Roberto y flia con vista a las sierras. Por qué no sacas turno en la dermatóloga, preguntan algunos. Y claro. Sacás. Para diciembre de 2024, que es cuando tienen turno los dermatólogos. O cuando conseguis juntar lo que a cobran por una consulta de la que poquísimas veces te vas con una solución o una respuesta que no implique vender un riñón o ceder tu hígado. Es el estrés. Dicen otros. La piel es el órgano más sensible. Qué no estarás tolerando…Te dicen. Te salió un grano. Siempre hay uno que te notifica. Por si no te habías dado cuenta. O te pide que le cuentes una historia titulada qué te pasó en la cara. No te toques. Te dicen. Te lo tocaste. Te preguntan. Claro. No comprenden. Que mantenemos la secreta esperanza de que así desaparezcan. Sabemos que es un engaño. Pero no podemos dejar de intentarlo. Cada quien con su ilusión.

Mientras tanto, a prender una vela para que la dermatología avance un poco más. O confiese que no tiene respuestas. Con mis gremlins, quedamos a la espera.

Titi me preguntó si merezco un aumento

Hay algo muy específico de la lucha docente. Esa necesidad que sentimos o en la que nos ponemos solitxs de tener que dar explicaciones. Como esta. Dar cuenta de por qué a ese tribunal autoconvocado de odiantes que nos solicitan ser convencidxs de la legitimidad de la lucha.

A diferencia del chofer de bondi, que te clava paro de la noche a la mañana y te deja a pata, como corresponde, con la tarea de resolver cómo llegar a los lugares a los que tenés que llegar. A diferencia del compañerx bancarix, que tan eficientemente consigue unos aumentos preciosos sin ofrecer demasiadas razones. A diferencia de muchxs otrxs trabajadorxs, a lxs docentes nos piden explicaciones. Todo el tiempo. Por qué por qué por qué. Vuelvan a las aulas. Alguien puede pensar en lxs niñxs. Tres meses de vacaciones.

Y ahí vamos. Intentando desmitificar. Que no son tres meses (ojalá: un año entero con más de 5 cursos por semana merece al menos 3 meses de vacaciones). Que por cada paquete de horas hay un paquete en espejo ad-honorem. Que 30 horas son el camino a la demencia. Que en muchas escuelas lxs docentes subsidiamos las fotocopias. Que las demandas y la incertidumbre han avanzado a pasos agigantados en todos los niveles y modalidades. Que la toma de decisiones y la puesta de cuerpo de esas decisiones están en un momento de escisión cada vez más marcado. Y así se puede seguir. Enfrascadxs en el intento de apagar el odio de gente que siempre va a odiar al que reclama.

Nuestros reclamos y nuestros trabajos fueron cayendo en una normalización. Y somos en parte responsables. Porque normalizamos tantas cosas que están mal. Y nos enredamos y vamos perdiendo tan fiero el rumbo de la piedra cuando la queremos tirar. Normalizamos los cierres “de palabra” de cursos. Normalizamos el permanente cambio de reglas de juego que vivimos año tras año. Normalizamos los interinatos. La precarización. Normalizamos que las aulas sean un horno infernal en el que tenemos que estar porque no queda otra. Normalizamos las exigencias impuestas por la ‘matricularización’ de las prioridades. Normalizamos el desgaste. El cansancio. La caída de calidad educativa. Normalizamos la culpabilización. Nos hacemos cargo de esa caída, cuando en realidad tiene que ver con el desfinanciamiento. Con la necesidad de tener 30 horas para conseguir un salario que ni siquiera es digno y que no te deja tiempo ni para formarte ni para planificar ni para hacer zumba.

Y ahí vamos. Preocupadxs por obtener apoyo. Emocionadxs cuando obtenemos alguna pizca de empatía. Lo vivimos como una especie de excepcionalidad. De triunfo (¡Nos apoyan! ¡Tocan bocina!) Hace muchos años, en reiteradas situaciones, vimos y fuimos estudiantes que marchaban junto a docentes. Hace muchos años, la sospecha social sobre el merecimiento o no de los aumentos docentes no era lo habitual. Pero se instaló. Se fue instalando. Esa pelea absurda entre trabajadorxs. Entre precarizadxs. Entre docentes. Entre familias y docentes. Entre docentes y gremio. Y todxs sospechamos de todxs. Menos de quien hay que sospechar. Porque medio que fosilizamos hasta esa sospecha.

Así que sí, Titi, merecemos aumento. Porque yo tengo uno mañana otro y otro y otro trabajo. Y ya no quiero ser así, Titi. Porque así, la calidad educativa está difícil, Titi.

Señor río

Un río que se parece a un mar. Con algo de cooperación. Porque en realidad no tiene olas propias (no sé bien cómo funciona el mar. Hay muchas cosas del mundo que me son directamente mágicas), ni sal, ni un eterno horizonte hecho de agua. Las olas son prestadas. Fabricadas por las pocas bananas y kayak. Por el viento que las siembra en tandas. La arena, los vendedores y lxs visitantes contribuyen a la semejanza. Una arena suavecita sembrada de sombrillas, carpas y reposeras. Gente que corre para no quemarse las plantas de los pies. Niñxs que lloran y piden upa porque descubren que la arena del mediodía duele. Que no solo sirve para fabricar unos castillos que durante la noche mean los perros. Que puede doler. Entrar en los ojos. Convertirse en tema de advertencia de mayores. En motivo de castigos. Una arena que invita a hablar de playas. A nombrar los espacios como playas. Unas playas que nos invitan a comportarnos exactamente igual a cuando vamos al mar. Al menos cuando se está fuera del agua. Porque dentro del río no hay saltitos ni duelos con las olas. No hay tablas de surf. Pero hay partidos de volley. Hay buceo para buscar piedras. Hay iniciación a la natación. Hay reuniones y círculos de gente que mantiene largas conversaciones. Hay niñxs que no quieren salir. (Cómo salir). Hay sesiones de foto. Hay perros. Está Telmo, que cada día sale de la nada y corre al río bamboleando culo gordo. Se zambulle. Se sumerge. Se sacude. Nada. Se desplaza. Si algún chico quiere tocarlo, bien. Pero a no hacerse ilusiones. Él mantiene una rutina ajena a todxs. Una rutina que solo atañe al río. Están las boyas, habitantes permanentes que delimitan. Distinguen lo permitido de lo prohibido. El “Hasta acá”. Y hay bañerxs que te lo recuerdan durante 10 horas diarias. Que tocan el silbato en dos ocasiones: si cruzás el límite y cuando se van. Porque el que avisa, no traiciona. Si te ahogás después de las 20, ya es asunto tuyo. 

Todo parece contribuir a la confusión. A la semejanza. Entonces a veces te encontrás usando la palabra “mar” para referirte al río. A ese señor río. Te reís de la confusión. Te preguntás si fue un furcio. Si es el inconsciente. Si el deseo es el mar y la realidad es el río. Te queda una sensación extraña. Un poco culposa. Porque pareciera que llamar mar a un río es un exceso. Como si fuera un insulto para el mar. Un exceso para el río. Algo como “pará, nada que ver, no ves que es un río”. Como si no le alcanzara a un río ser simplemente un río para ser así de bello. Un Señor río. 

Pero lo que pasa es otra cosa. Lo que pasa es Córdoba. Los ríos de Córdoba. Que parecen menos emparentados con este tipo de río que el propio mar. Lo que pasa es que hay ríos que son como mares. Ríos que son una especie de primos de los mares. Sobrinos. Parientes. De eso te das cuenta si nacés en esos lugares. Quienes no tuvimos esa suerte, nos queda descubrirlo así. De visitantes. Cuando pasás varios días en una reposera frente a un señor río. Dividiendo tu rutina, como Telmo, en dos: estar dentro o fuera del río. Con la mente en blanco. Mirando a la gente. Siguiendo sus movimientos. Imaginando vidas. Observando a lxs niñxs con una ternura agridulce. Con la sensación un poco de ladrona. Y con la única preocupación de acompañar al movimiento de la sombra del árbol elegido para conservar su cobijo. Ejercer de señora. Solo hace falta eso. Un señor río, una reposera, buena compañía y tiempo. El resto viene solo. Quizás porque siempre estuvo ahí.

Y volver a Córdoba con un resto de río en los oídos. Un resto de río que se vuelve dolor y otitis. Porque así son los señores ríos. No dejan que los olvides tan rápido.

Algo de lo que Los Cocos te hace pensar

Hace varios años que parecen siglos, era muy común hacer compilados caseros de canciones. Prendías la radio, esperabas y grababas. Grababas y rogabas que no hubiera una interrupción temprana de la o el locutor. O bien una voz también grabada e intencionalmente colocada por la emisora en el medio de la canción. 

Cuando era púber/adolescente me gustaba mucho la canción “Piel Morena”, de Thalía. La cantaba y la bailaba en la pieza con la puerta cerrada. Era la canción de una de sus novelas. Una de las tantas María de las no sé qué que veíamos con mi vieja. Medio nos reíamos y medio nos enganchábamos. No se podía omitir la intro (que le decíamos presentación), así que la canción te taladraba la cabeza de lunes a viernes. Había un paso que acompañaba el estribillo (“eres piel morena/canto de pasión y arena”) y que se hacía moviendo los brazos y meneando la cintura. La de Thalía entraba en una mano. Había versiones que hablaban de costillas flotantes quitadas. Pero eso es otra historia. Cuando conseguí grabar la canción desde la radio en un casete, tuve que emparchar la última parte porque el tipo de la voz melosa que estaba los domingos en la 100.5 me la había arruinado hacia el final. Este domingo a la noche, muchos años después, en una catártica sesión de karaoke casero, la puse en Spotify. La canté y la bailé con el celular en la mano, leyendo la letra desde la aplicación. Así descubrí que decía “Voy fundiéndome en tu hoguera lentamente” y no, como yo cantaba, “Consumiéndome en tu hoguera lentamente”. 

A veces viajo al pasado y me veo de adolescente. Nos veo de adolescentes. A veces me imagino viajar al pasado para adelantarles a esas versiones adolescentes  de nosotras mismas algunas cosas. Data importante que habría ayudado a poner algunas cosas en perspectiva. Algo parecido a los fantasmas del cuento de Dickens. Pero sin nieve.

Si alguien me hubiera adelantado, por ejemplo, que llegaría el momento en el que no será necesario pasar horas poniendo pausa en el grabador para descifrar y registrar las letras de las canciones. Porque habrá un lugar con casi todas las canciones y versiones con sus respectivas letras ya incorporadas. 

Si me hubieran avisado que llegaría el momento en el que la ropa holgada sería una manera más de vestirse. Una moda, incluso. Y no, de ninguna manera, un problema no resuelto con la feminidad. Con la ‘naturaleza’ de lo femenino. Si alguien me hubiera adelantado que usar malla entera en un futuro no sería sinónimo de vergüenza corporal. Que transicionar de la entera a la bikini no es cambiar de piel y evolucionar, sino simplemente una cuestión de estilos que pueden convivir. 

Si me hubieran adelantado que en algún momento telenovelas como 90 60 90, las tapas de Gente y Caras con desfallecientes modelos que afirman comer de todo, y la televisación del clásico desfile de Giordano parecerán más ficción que realidad. Un error de la Matrix que dejó más huellas de las que quisiéramos admitir en varias generaciones que damos like a Mujeres que no fueron tapa, pero seguimos conversando sobre nuestras imperfecciones físicas. 

Si la versión del futuro me hubiera podido visitar para decirme que de verdad no era un problema no querer salir un sábado a la noche. Que eso que hacía o que no hacía (no salir, quedarme escuchando música alta cuando me quedaba sola en la casa) simplemente iba a mutar y perfeccionarse en la adultez. Como muchos otros hábitos y preferencias de esas que ahora notamos que ya se asomaban, que hacíamos tímidamente, como probando. Y ahora son parte de lo que somos. 

Si esa versión me habría tocado la puerta de la pieza para decirme que no vale la pena avergonzarse por escuchar Thalía, los Red Hot, Nana Mouskouri y Silvio Rodríguez a la vez. Que llegará un momento de paz y convivencia en el que no será lo uno o lo otro. Que habrá gente que incluso hará listas más eclécticas en Spotify. Porque llegará el momento en el que será lo uno y lo otro.

Una versión que me deje un papelito que adelante que no hay que darle tanta bola a las dicotomías. Que muchas de esas dicotomías que creíamos definitorias resultaron ser bastante engañosas. Que nos adelante que íbamos bien cuando sospechábamos de las historias de amor de películas y telenovelas. Aunque sospechar tal vez es demasiado. Digamos que nos sentíamos un poco asfixiadas con la idea del punto final ahí. En LA relación. Que íbamos bien cuando nos preguntábamos si de verdad será que un tipo de relación eclipsa a las otras. A la amistad, por ejemplo. Una versión de nosotras mismas que viaje desde hoy acá hacia ayer allá para dejarnos una nota abajo de la almohada. Que diga que llegará un momento en el que no hará falta sentar una posición sobre todo. Porque a) a muy poca gente le interesará. Y porque b) gran parte del tiempo no tendrás una posición sentada. O estará sentada hasta que se pare y cambie de lugar otra vez. Una nota que, como pos data, diga que dudar puede ser una buena manera de vivir. 

Todo esto o algo de todo esto nació en Los Cocos. Lugar recomendable si los hay. Con su parque noventoso, referencia obligada de varias generaciones. Algo de todo esto nació en una coreografía de cinco vidas adultas en Los Cocos. Cinco vidas adultas que compartieron gran parte o una parte de sus vidas. Que crecieron en una misma época, en lugares distintos. Que se vieron crecer, mutar, mantenerse, desprenderse. Que se siguen descubriendo, encontrando, reencontrando y desencontrando en comentarios y hábitos.

Al gran pueblo docente, salud. O una reflexión (más) de fin de año

Suele pasar bastante seguido que una madre relata las peripecias de su maternidad ante la mirada aterrada e incrédula de personas no madres. Cuando termina, agrega algo que da a entender que igualmente lo sigue eligiendo. Sigue eligiendo todo eso. Alguna variante que nos hace comprender que incluso así no se arrepiente. O que esa experiencia también va acompañada por algo (llamémoslo placer, gusto, satisfacción) que provoca que todo lo otro, pesado en sí mismo, pierda parte de ese peso. 

Este año fue muy escolar. Nunca como este año visité tantas escuelas diferentes. Nunca como este año vi tantas clases ni escuché hablar tanto sobre escuelas. Sobre enseñanza. Nunca como este año pensé tanto en términos de escuela. 

Será quizás por eso que este año, transitando una vez más diciembre en instituciones escolares, surgió esta idea. Esta idea de que algo como eso que siente una persona no madre ante el relato de una madre que combina dolor de pezones, vómitos, epidurales y felicidad, debe sentir la gente que no es docente cuando escucha nuestros relatos. Y hablo de la poca gente que, por propio ímpetu, pregunta sobre nuestro trabajo. Porque si de algo me di cuenta este año (medio tarde, sí) es que solo a unx docente le interesa lo que otrx docente tenga que decir sobre la docencia. El resto se divide entre gente amable que pregunta por compromiso o víctimas del círculo próximo. 

No me refiero solo a diciembre, no. Ese momento extraño en el que nuestro tiempo está puesto a disposición del llenado de actas, libros y planillas. En el que nuestra concentración extrema está dividida entre recordar y usar bien la regla de tres simple para cerrar el libro de temas, y no equivocarnos en un número o una letra que -dependiendo la institución o la zona de inspección- puede o no salvarse con un “Digo” y un liquid. Ese momento en el que nuestros cuerpos se arrastran por pasillos y aulas calientes promoviendo la magia de intentar aprobar la materia en un par de clases con estudiantes que pivotean entre el arrepentimiento, la inconsciencia y el orgullo de estar en ese momento salvando el año. No, no hablo solo de ese momento álgido que no termina más, que se alarga como un chicle, que incluye esperas, cierres, despedidas. Abrazos, felicesfiestasymerecidasvacaciones y emoción. Que incluye las preguntas reiteradas hasta el cansancio sobre cómo llenar el CIDI. Porque dejenmé decirles a lxs que se van sumando a este hermoso barco de la docencia (no estoy siendo irónica, es hermoso) que hubo una época dorada en la que llegaba fin de año y sabíamos cómo llenar las planillas. Cómo sacar promedio. Cómo decidir entre quiénes se llevan la materia y quiénes no. Esas épocas han terminado. Si bien siempre hubo heterogeneidad, hoy unx mismx docente puede trabajar en universos diferentes. Y la puerta de cada institución se convierte en un portal que da acceso a otro mundo. 

Me refiero a algo más. Porque este año como nunca sentí que de todas las dimensiones que tiene el trabajo docente, hay una que creció como esas enredaderas que salen sin que las hayamos ni elegido ni plantado. Esa dimensión que se presenta como pedagógica, pero que cada vez tiene más de burocrático-administrativa. Llega fin de año y estamos todxs -un poco porque hay que hacerlo y otro poco por las dudas o por costumbre- preguntando y preguntándonos cómo se hace esta vez. Sintiendo un poco de envidia de quienes trabajan en un banco o en una oficina y saben cómo hacer balances y esas cosas que nunca aprendí a hacer. Y ojo, que esto no tiene nada que ver con la educación bancaria de la que hablaba Freire. No. Hablo de docentes al borde de un ataque de nervios porque hay que llenar el CIDI. Por cómo llenar esta vez el CIDI. Porque se cae el CIDI. Porque una equivocación en el CIDI puede generar el fin del mundo. O puede activar un timbre en la oficina de Juan, que quién te dice te cae a tu casa, te toca el timbre y hace que dos matones hagan papel picado con tu título. Siempre que tengas título docente. Porque si no, no te lo rompen, pero te dan hasta el año que viene para intentar conseguir lugar en los dos o tres instituciones públicas donde podés intentar hacer el trayecto docente para intentar continuar teniendo las horas que probablemente ya corren riesgo porque son o suplentes o interinas o de un curso que se va a cerrar.

Y de todas las dimensiones que tiene el trabajo docente, hay una que se viene achicando de manera directamente proporcional: la política. Docentes desafiliándose del gremio, docentes que confunden el gremio con la conducción, docentes enojadxs con colegas que adhieren al paro, escuelas sin delegadxs, docentes que naturalizamos la precariedad, directivos que les comunican a sus docentes que no van a recibir la retribución por su trabajo y -sin embargo- esperan que esxs docentes vayan a la escuela a cumplir con sus obligaciones. Docentes que van/vamos igualmente a cumplir con nuestras obligaciones porque bueno, es así. Docentes que hace años -años, muchos- tenemos horas interinas o suplentes porque bueno, es así. Docentes que se enteran a fin de año que van a tener que concursar horas que fueron otorgadas previa selección de antecedentes. Porque bueno. Es así. Coordinadorxs con paquetitos de horas que llevan adelante la escuela. Y más.

La docencia debe ser uno de los pocos trabajos donde se naturalizó en tiempo récord la incertidumbre y la precarización. Y el exceso. No sé si la pandemia tuvo o no algo que ver. Pero la nombro. Porque cómo no nombrarla en este nuestro primer año de normalidad otra vez.

Este año se hizo cada vez más presente la sensación de que cada vez nos exigen más cosas y de lo más variopintas. Y cada vez, a cambio, recibimos menos. Menos plata. Menos certezas. Menos apoyo de la conducción gremial.  Menos reconocimiento. Y entonces, hay docentes enojadxs que tiran la toalla (nunca del todo, por suerte). Y hay docentes enojadxs que le piden ese reconocimiento a lxs estudiantes o a otrxs colegas, como cuando unx se enoja con el empleado explotado del call center por una cagada de Fibertel. 

Entonces, el malestar se hace generalizado. Pero nunca termina de explotar donde debe explotar. Y termina explotando en los lugares más insólitos o peligrosos. Como lxs colegas, lxs estudiantes o el propio cuerpo. Y entonces nos queda aferramos a esas cosas que sí valen la pena y que no nos pueden sacar. 

Y entonces vuelvo al comienzo. Porque a pesar de todo esto, la docencia es algo que se elige. Que se sigue eligiendo. No romantizando. Eligiendo. Sufriendo. Disfrutando. Construyendo. Transformando. Aunque, como la maternidad, para muchxs resulte legítimamente incomprensible que se elija algo así como manera de vivir la vida. Y es que en cierto sentido, nuestro trabajo se viene convirtiendo en algo muy poco tentador para muchxs. Por eso, voy a decir lo que dicen muchas madres mientras hamacan a sus bebés gritones en brazos, con ojeras y sueño acumulado. Voy a decir que puede resultar -legítimamente- incomprensible, pero que solo se entiende el por qué sí cuando lo experimentás. Con el plus de que esto tiene vuelta atrás. Siempre existe la posibilidad de dejar las horas y ponerte un vivero. 

Junto con tener sodero, empezar boxeo y amigarme con la emoción del Mundial (desde el 98 no tenía tantos novios en el equipo de la selección), volver a trabajar con adolescentes está en el top cinco de cosas lindas que me pasaron este año. Sumar diversidad. O canastas, teniendo en cuenta lo que decían mis viejxs en casa cuando era chica e inconsciente. Que no es bueno tener todos los huevos en una sola canasta. Que es bueno tener los huevos en diferentes canastas. (Juro que me imaginaba primero una canasta llena de huevos flotando en un fondo negro y luego, como en un ejercicio de matemática, muchas canastas con la misma cantidad de huevos distribuidos). Si bien me lo decían como víctimas de los ’90, hoy le veo otro sentido. 

Por un 2023 con más huevos y más canastas de todo tipo. Por un año para seguir celebrando la posibilidad de tomar decisiones. Las impulsivas, las conscientes, las que nacen de adentro. Las que nos muestran que nos equivocamos. Las que nos muestran que esta vez la pegamos. Las que nos hacen sentir el privilegio de poder elegir.

You talkin’ to me?

En un camino imparable hacia ver películas clásicas a destiempo, anoche finamente le tocó a Taxi Driver.

Como sabía que iba a suceder, me enamoré perdidamente de ese De Niro fibroso y demente que recorre una siempre fascinante Nueva York. Ni qué hablar de esa Judie Foster que camina torpe bamboleando el culo. Me encontré comprando esa historia cruda de transformaciones, sangre y resentimiento. Esa escena final de tipo tanguero ‘ahoravenisabuscarme’. Cuando terminé, me quedé con ganas de más. Más pasado y más Nueva York. Entonces seguí con Seinfeld. Más acá en el tiempo.

No puedo dejar de pensar en todo lo que hace unos años formaba parte del repertorio de lo humorístico o de lo ingresable en una trama. En una narración. En cómo hoy casi todo (si no todo) pasa por el semáforo de la corrección. De la posibilidad de la censura. O del sobreanálisis. Como este.

Me quedo pensando últimamente. Si se puede lograr algún tipo de equilibrio entre el análisis y el disfrute de una historia o de un gag que no siempre ni necesariamente tiene que ser apto para el progresismo. Si ese equilibrio rompe de alguna manera el disfrute o el pacto. O si es que unx puede disociarse. Ver las dos cosas simultáneamente. O si es que no existe equilibrio. Si es una ilusión  y simplemente hay que hacerse cargo de la contradicción. De la superposición.
Ver series y películas viejas (y no tan viejas) deja ese gusto a cambio veloz. Deja una especie de resaca. El eco de un diálogo interno entre un ayer que parece más lejano de lo que es y un hoy torbellino que arrasa y desarma.

Y las ganas de escribirle una carta a De Niro para confesarle mi cariño y preguntarle qué piensa cuando se ve en esa peli. Si todavía se mira en el espejo del baño se su mansión y se pregunta si are you talkin’ to me.

Vacaciones de invierno

Hoy fui al centro. Al centro en vacaciones de invierno. Que no es el mismo centro de siempre. Es otro, una especie de versión mejorada o amigable que incluso genera ciertas extrañas expectativas. Algo como ‘a ver qué hay’. Un centro que invita a intentar adivinar quiénes están de visitantes y quiénes siguen con sus agotadoras rutinas de trabajadorxs más o menos precarizados.

En un bar, una mujer y su hijo desayunan. Se le escucha decir al chico algo sobre la envidia. Algo como que sus amigos lo van a envidiar porque él está ahí desayunando en un bar del centro. Inaugurando sus vacaciones con un chop de jugo de naranja y una panerita con criollos.

En la calle, mujeres con niñxs yendo a lugares. Esos lugares del centro en vacaciones de invierno.

Ir al centro en vacaciones de invierno se completa inevitablemente con recordar ir al centro en vacaciones de invierno, cuando esas dos semanas eran realmente vacaciones. Tomar el trole desde Alta Córdoba con mi nona, por ejemplo. Verla, antes, pintarse los labios de rosita en el baño y adivinar en ese gesto lo que se venía. Como cuando tu perro te ve agarrando la correa y empieza a mover la cola. Algo así. Tomar un desayuno en alguno de los bares elegidos por ella, ubicados en su mapa mental de cafés aceptables para una italiana.
O ir al cine, en las buenas épocas. Elegir una película de las que traía la cartelera de vacaciones de julio y allí partir. Si era con atesorados 2×1, mucho mejor. Comprar los mani con chocolate de la caja amarilla que siempre traían uno medio agrio. O encanutar algo en un bolsillo o en la cartera de mi vieja.

Hay algo en las vacaciones de invierno que no está en las vacaciones de verano. No se repite. No sé bien qué es. Si tiene que ver con el clima. O con la fugacidad. O probablemente se deba a que pasé de estudiante a docente y julio nunca dejó de ser ese impasse atravesado por lo escolar. Por lo educativo institucionalizado. Esos 15 días que hay que estrujar como sea. Un impasse que con los años se parece cada vez más a un espejismo y menos a un impasse.

No sé y tampoco importa demasiado. Pero hay algo de paraíso perdido. Hay algo en esos cuerpos de niñxs y adolescentes abrigadxs que recorren la ciudad de la mano de adultxs o en bandadas, que me llena de una ternura nostálgica. De ganas de seguirlxs y ver qué hacen. A dónde van.  De qué hablan. Ganas de sonreír. De sentarme en la plaza a mirar el espectáculo y sonreír. Mientras pasan esos 15 días en cámara rápida y el último domingo a la noche me despierto del letargo consciente de que no llegué a hacer ni la mitad de lo que tenía que hacer. Algo más o menos así.

En Colón, Entre Ríos


En Colón, Entre Ríos, podés estacionar gratis en innumerables lugares. Los cordones pintados de blanco son una constante en toda la ciudad y se traducen en una confianza y una tranquilidad desconocida en Córdoba,  donde la pregunta de a dónde dejo el auto y si toca semm o naranjita es lo que prevalece.
No sé si se entiende. En Colón, siempre hay donde estacionar. Gratis. Cerca del centro. Cerca del río. Es decir que estás todo el día en el río o 10 minutos en el río y no pagás. Nada. Es decir que estás todo el día en el centro o 10 minutos en el centro y no pagás. Nada.

En las playas de Colón siempre encontrás lugar. Siempre. Es una extensión larga sembrada de sombrillas y reposeras de todos los colores. Y encontrás muchos asadores repartidos y gratuitos. Bajo árboles. Mucha gente va temprano para ocuparlos. Se acomoda alrededor del asador como si fuera un Dios, frente al río que todo lo ve. Y hace tiempo, con la bolsa de carbón o de leña arriba de la parrilla, hasta que sea el momento de empezar el ritual.

En la zona sur, frente a la playa, hay una plaza grande con árboles, techitos, mesas y asadores. Todo gratis y dispuesto para quien quiera aprovecharlos.

En las playas de Colón hay muchas (muchas) familias. La mayoría es familia. Y gran parte va con sus perros. Y gran parte son caniches, simil caniches y bulldogs franceses, con ese tamaño trasladable que deja fuera de juego a los Hipólitos y Gretas.
También hay otros perros. Perros claramente locales, como el Chicho y la vieja peluda. Perros con una relación natural y cotidiana con ese río grande y amable. Con la arena. Con la gente.

La vieja peluda

Un ejercicio divertido para hacer en las playas de Colón es mirar las familias. Observar sus despliegues. Los objetos que llevan o dejan de llevar. Intentar descubrir sus lógicas. Escuchar las interacciones con los niños. Los retos, las amenazas, las promesas. Volver a ver que en la mayoría de los casos sigue girando casi todo en torno a una mujer que organiza la cosa. Menos la sombrilla que, cuando la hay, parece tarea exclusivamente masculina.

Ver a estas familias hace que una se ponga a pensar cómo sería. Incluso sabiendo que no va a pasar. Preguntarse eso. Qué clase de madre sería. Y desear no ser, en ese universo paralelo de lo que no acontecerá, esa madre que trata a su hijo de 5 ó 6 años como una pequeña desgracia y con una violencia mutua en una curva ascendente que, por suerte, no estaremos para ver cómo explota en unos años, esos años de pubertad y adolescencia. Que le dice cosas como ‘pero qué te hacés el fino, pendejo, si ni sabes tomar helado y ahora te preocupas por que te tire arena en el yogurt’ o le hace preguntas como ‘¿Vos sos idiota?’ o le pide cosas como ‘Andá a hacer la tuya, déjame en paz y no me jodas’.

Porque se puede ver, en las playas de Colón, escenas de maternidades hartas. Cansadas. Que dejan hacer. Inmutables ante el llanto por las patitas quemadas por la arena caliente. O por la arena en el helado. O por querer una pelota del vendedor.
Claro que también se ven escenas cálidas y tiernas.  Como la de niños que reclaman por la compañía de uno de sus mayores para que el río se convierta en otra cosa, en algo distinto a cuando sos niño y estás solo en el agua. Y mayores que van y juegan y hacen lo que se suele hacer en el río con un niño. Tirarlo, reírse, hablar. Decirle que no abra los ojos.

En las playas de Colón no hay mucha oferta gastronómica. Churros, rosquitas y bolas de fraile es lo que va. Ensalada de frutas y melón, a lo sumo. Los vendedores caminan incansables. Algunos inventan un pregón con marca particular. Otros, la mayoría, simplemente dice churros, churrero.

En Colón, los horarios comerciales te llevan a una rutina común. Te vuelven parte de un conjunto de veraneantes heterogéneo, pero obligadamente homogéneo en ese salir a caminar por el centro. Caminar a ver qué hay.

En Colón, hay tantos pájaros que sus trinos se funden en un sonido único. Con el oído afinado y atención, se puede escuchar las capas, se puede desentrañar la red e individualizarlos. y hay sapitos del tamaño de un dedal. Que trepan por las paredes y te hacen sentir afortunada de poder verlos.

La primera vez que fui a Colón, Entre Ríos, fue en febrero de 2015. Fuimos con mi vieja a un hotel que ya no está, unos meses antes de que el cáncer volviera a aparecer con su jugada final. Y tuve esta misma sensación de lugar amigable y popular. De lugar simpático donde no te aburrís. No porque hubiera muchísimo por hacer, sino porque se hace difícil aburrirse frente al río. En torno a un río que organiza el día a día. Un río que está ahí y te invita a entrar y salir innumerables veces. O quizas es por ese gran escenario que es la playa y la gente, que hace la suya. Y en la observación de ese hacer, se pasan las horas.

Siete años después, confirmo esa primera impresión. Y sin saber si existen las casualidades o prefiriendo creer que las inventamos para darles sentido a los hechos, siete años después de pasar las últimas vacaciones con mi vieja en ese mismo lugar, en las playas de Colón termino de leer un libro. A la salud de los muertos, un libro de una antropóloga sobre la muerte, los muertos y su relación con los vivos. Sobre los que quedan y los hacen seguir viviendo, de alguna manera. Sobre los que se murieron y siguen influyendo en las acciones de los vivos, que los sueñan y los recuerdan y los convocan. No como sinónimo de una dificultad para hacer el duelo, sino como un invitarlos a seguir siendo parte de esa vida que sigue. Que muta. Que va.

Sin dudas, Colón es un destino recomendable. Sobre todo si te gusta el sol, el río, los churros y contemplar desde una reposera. Ser parte del escenario.

Querer (no) es poder

Ayer leí un artículo del diario perla del 2021, El diario.ar. Habla sobre las pseudociencias y los peligros del discurso “Está en vos” frente a situaciones de enfermedad y de cuidado de la salud. Me devoré el artículo. Y me di cuenta de que amo estos textos que ponen en tensión el límite del poder que tenemos frente a situaciones vinculadas con la salud. Y el peligro que representa esta sensación de falso control. Y me puse a pensar de dónde viene esta obsesión por el tema. 

Chufa chufa cha

Hay dos canciones (mentira, hay más) de Chiquititas que siempre me quedaron dando vueltas. Una decía algo como (mentira, decía efectivamente): “si solamente lo querés, mirá todo lo que podés”. La otra (que pensé era la misma, pero no: son dos diferentes, como para reforzar la idea para estas huérfanas): “Todo, todo, todo, es tuyo si querés (¿queres?), con una sonrisa mirá que fácil es, pronto se contagia, se hace carcajada (carcaja), Y ya… no me duele nada”.

Seguramente la cantaba sin demasiada reflexión. Hasta ilusionada, quién sabe. Pero tengo que reconocer que siempre hubo algo en ese par de verbos, en la combinatoria querer-poder, que me sedujo. Sobre todo cuando había una oración condicional de por medio. Después este par se fue complejizando. Expandiendo. 

Años más tarde, en un ejercicio típicamente adolescente, encontré a Sábato y a Sartre en la muy heterogénea biblioteca de mis viejos. Me enamoré de esa nube medio oscura, de eso que intuía como un cruel baño de realismo. No entendía demasiado (ahora tampoco estoy segura de entender demasiado). Sí captaba lo básico como para empezar a pensar que eso de que si querés podés tenía asidero, pero sobre todo tenía un límite. De que somos dueñxs de nuestra vida, pero que eso no necesariamente se traduce en que “si solamente lo querés, mirá todo lo que podés”. Claro: es que no tenía por qué haber coherencia entre Cris Morena y el existencialismo. 

Después, la facu se encargó de llenar de problematizaciones y relativizaciones todo, cosa que agradezco y padezco a la vez. Entre ese todo, los límites y potencialidades del querer. Del poder. De lo individual y de lo colectivo. Lo social. Las condiciones materiales. El contexto. Bla ble bli. Todo eso. 

Hoy mismo ese par de verbos me sigue obsesionando a la hora de explicarme ciertos hechos. Situaciones de lo más variadas. Desde la meritocracia, hasta el Hipólito. El Hipo y los límites del querer y del poder. Perro hallado con un alto grado de impermeabilidad a mis infinitas acciones del querer pero no poder. Perro que enseña el límite y que bien les habría venido a las Chiquititas. Dale, Mili, ponele el pretal al Hipo sin que te arañe. Si lo querés, podés.

Por qué yo

Cuando mi vieja se enfermó de cáncer, emprendió -o continuó o reforzó- una incansable búsqueda. Una búsqueda que imagino emprenden en mayor o menor medida prácticamente todas las personas que un día ven interrumpida la cotidianidad de sus vidas por un evento de ese tipo. Una búsqueda ligada a las preguntas ‘por qué’ y ‘ahora qué’. Algunos son más buscones. Otros se conforman más rápido. A esta altura, es difícil saber cuál es la mejor opción.

‘Por qué me pasa esto’ lleva a respuestas de lo más variadas. Y a trampas. La de la genética como una maldición. La de la enfermedad como una consecuencia directa de la responsabilidad y la acción individuales. Dos cárceles.

A partir del cáncer, mi vieja fue seducida por esa pregunta del por qué. Como encandilada ante un canto de sirena (ahora puedo pensar en esa analogía, recién ahora), pasó años buscando respuestas. Encaró esa búsqueda en varios planos. El que me interesa en este punto tiene que ver con la responsabilidad. Una responsabilidad demasiado parecida a la culpa y que remite a ese par querer/poder. Como familia, la vimos indagar en ese par. Amasarlo, manipularlo. Sacarle el jugo hasta secarlo. 

Hizo dietas variadas. Estableció lazos entre emociones no debidamente procesadas y hechos. Recuperó decisiones tomadas en el pasado -por ella o por gente de su árbol genealógico- que se delineaban en la narrativa como aspectos con importante determinación. La vi angustiarse por no haber podido evitar la activación del cáncer. La vi motivarse para intentar evitar o parar el caótico comportamiento de las células. La vi, de hecho, mejorar gracias a los resultados de algunas de esas búsquedas. La vi enojarse cuando se dio con que a pesar de todo, no había podido. La vi pivotear entre la aceptación y la frustración. Entre las respuestas y la incertidumbre.  

A esa obsesión suya le debo hábitos positivos. Como la convicción de una buena alimentación. El mantra del no como posible respuesta ante presiones externas. La salud en la expresión. La curiosidad por esas vidas pasadas que, tampoco se puede negar, intervienen de alguna manera en quién una es.

A esa obsesión suya le debo hábitos negativos. Uno en particular: el mal hábito de estar permanentemente en riesgo de caer al vacío de la responsabilidad individual como explicación ante los hechos de la salud. De la culpa ante la enfermedad.

Cárceles

Un mes después de que mi vieja se muriera, mi ginecólogo -que era el suyo también- me propuso pagar un montón de plata para saber si el cáncer de mama estaba alojado como posibilidad en mi cuerpo. Me habló de la genética y de mis antecedentes maternos. Me asusté de la genética. Me enojé ante el absurdo de que la única muerte posible que me esperara fuera una reiteración aburrida. El cáncer de mama. El cáncer de mamá. También a mí.

El año pasado, en pandemia, intenté volver a terapia para tomarme las cosas con más tranquilidad. Probar una línea diferente, por qué no. En la primera sesión, la única, me tocó hablar de mi familia. Cuando llegué al capítulo madre, la psicóloga sentenció que seguramente mi vieja no había podido terminar de procesar y resolver ciertas cuestiones emocionales, por eso el cáncer no había cedido. Le contesté que no era tan así. Que había intentado muchas cosas. Me respondió que seguramente no había podido terminar ese proceso. Esa era su explicación. El cáncer había ganado la pulseada. Ella había querido, pero no había podido. Como si el cáncer y mi vieja hubieran sido un matrimonio en proceso de divorcio, y ella hubiera elegido mal el abogado. La responsabilidad como culpa. 

La genética y las decisiones como dos cárceles. El querer y el poder como dos fantasías. Nadamos entre los límites del querer y del poder. Vivimos, enfermamos y morimos. Vemos vivir, enfermar y morir. Y ese par ahí, revoloteando.

Contraoferta

Cada quien tiene su miedo, su pregunta o su no pregunta. En mi caso, es un miedo de llevar una bomba adentro, genéticamente diseñada o personal e inconscientemente instalada. Ese miedo al gesto que -por acción o por omisión- active la bomba sin posibilidad de un MacGyver. Como si fuera tan simple. Como si fuera tan fácil. La pregunta de qué estoy haciendo o qué no estoy haciendo para evitar la explosión suele zumbar como una mosca. Una mosca más atraída por la costumbre que por la convicción. 

Cada día intento forjar esta idea fuerza que va tomando cuerpo, aunque a veces se me escapa. Una idea fuerza que quisiera ofrecer como una contraoferta a esas cárceles. A la determinación de la genética como el no poder. A la culpa como resultado del no querer (o no quererlo bien). Una contraoferta también a esa obsesión por preguntarse el por qué. Una contraoferta a esos escenarios irreales que tensionan el poder/querer. Porque para qué negar estas obsesiones, si se las puede convertir en esa idea fuerza recordatorio de que a veces las cosas simplemente son porque son. Porque por qué no van a ser, si pueden ser. 

Algo así como hacer un esfuerzo para escuchar de verdad el canto de sirenas. Nadar hasta donde están sentadas boludeando y pedirles que ya, que shh, que tampoco está tan bueno lo que cantan. Invitarlas a que se escuchen y preguntarles si en serio van a seguir cantando esa mierda.

Quizás por todo esto leo obsesivamente cada nota que sale para problematizar los límites del si solamente lo querés mirá todo lo que podés. Como esta del diario.ar.com. Porque me ayudan a reforzar que no hay una explicación unívoca ni lineal para lo que pasa. Para lo que nos pasa. Que querer no es poder. Que poder no es haber querido solamente. 

Porque parece que muchas de las cosas que nos pasan, a veces no tienen explicaciones. A veces sí. Porque las inventamos o porque son reales. Y esas explicaciones a veces nos tranquilizan. A veces son peligrosas. Y a veces son inquietantes.

Porque quién no se inquieta cuando se asoma a un hecho tan simple como que las cosas a veces simplemente pasan. Sin pedir permiso. Porque por qué no.

‘Ah, mirá’ o la soledad de interlocutor

Hay un aprendizaje básico y muy importante que mientras antes consigamos realizar, mejor. Se trata de darse cuenta de a quién contarle qué cosa. Elegir, del universo de potenciales interlocutores, esa persona justa, la acorde a la cosa a contar. Aprender, básicamente, a relacionar hechos con personas: qué es lo contable o compartible para quién. Esto nos libera de la decepción de un cordial ‘ah, mira’ cuando le contamos ese algo a un alguien que no es ese alguien. Y nos libera también de la confusión que deviene ante esa reacción respetuosamente no pasional: ‘Claro. Entonces no era tan importante’. 

La primera vez que recuerdo haber palpado la soledad del no interlocutor fue en 2005. En el 2000, una profesora de francés del secundario había decidido enseñarnos el idioma a través de la música (“Le français pour le chanson” o algo así). Una de las canciones que nos pasó fue “Sciences sans conscience” de Alpha Blondy. Nunca pude olvidarme ni de la expresión ni de la melodía ni de fragmentos enteros de la canción, cantados en mi cabeza en un francés inexistente. Años más tarde, cuando estaba cursando Literatura Francesa en segundo año de Letras, una docente nos leyó en un perfecto francés la frase de Rebelais: “Science sans conscience n’est que ruine de l’âme”.

Ese día sentí eso que vaya a saber cómo se llama. Una mezcla de sorpresa, emoción y decepción. Sorpresa por los dos hechos que colisionan y se dan mutuamente sentido. Emoción por el viaje inmediato, ahí sentada en Casa Verde, al aula del primer piso de la escuela monstruo y la melodía de Alpha Blondy. Emoción por poder captar una segunda capa de algo que hasta ese momento no tenía demasiado relieve. Ni demasiada importancia ni demasiado sentido. Y decepción porque ni mis recientes amigas de la facu entendían mi emoción y mi sorpresa, ni mis clásicas amigas del secundario compartían la emoción y la sorpresa. Tampoco existía el whatsapp (mandar mensajes era caro y ni siquiera tenía celular) como para compartir en ese preciso momento con ellas lo que estaba ocurriendo. Unas tenían la experiencia de “Le Français pour le chanson”. Las otras tenían la experiencia de la frase de Rabelais (que tampoco era una gran experiencia). Estaba sola en esa conjunción de hechos. Un ‘ah, mirá’ de ambos lados. Cordial. Bonito. Pero insuficiente.  

La segunda vez que caí en la cuenta de eso fue cuando se murió mi vieja, eterna interlocutora de detalles y hechos que no interpelaban a prácticamente nadie más. Por mucho tiempo lo sentí presente como un gran hueco. Después, como frente a todo, me fui acostumbrando. Lo suplí un poco con ese diálogo que tenemos y que alimentamos con nosotrxs mismxs. Lo encontré en otras personas inesperadas.

Pero pasó que esta semana estuve viendo sus cuadernos de recetas. Cientos de recetas y decenas de dibujos a mano alzada. Un cuaderno improlijo en caligrafía, pero exhaustivamente organizado temáticamente (tartas; ensaladas; rellenos; carnes; dulces; etc.) y que puede servir como material de análisis de los cambios de hábitos alimenticios de un país y del camino nutricional de una mujer a la que le pasaron cosas. En la sección dedicada a las berenjenas, alimento que auspició la construcción de las piezas de la casa pater-materna, encontré una perla. Una especie de albóndigas. Las hice, por supuesto, y les agregué algunos ingredientes personales. Dio como resultado unas pelotitas exquisitas. En ese momento, mientras probaba las Elsalbóndigas de berenjenas, después de mucho tiempo de haber naturalizado esta ausencia de interlocutora, sentí de nuevo esa necesidad de algo más que un cálido ‘ah, mirá’. La sorpresa, la emoción y la decepción en las albóndigas de berenjenas. La soledad de interlocutora.

Todxs hemos sentido eso. Estoy segura. El hecho. El hecho que genera una emoción particular. La necesidad de compartir hecho y emoción con una persona interlocutora ideal. El ruido y la decepción ante la amable reacción de la persona interlocutora real. La insuficiencia del ‘ah, mirá’. La no coincidencia. Una especie de discordancia entre hecho, emoción e interlocutor/a. Porque la persona ideal no está. O porque no existe. Ojo. 

Por suerte sí existe esto: la escritura. Escribir a todxs, a una, a nadie. 

Y los cuadernos de recetas, donde podemos recuperar lo heredado y agregarle un toque personal. Un inocente y absurdo ejercicio de asegurarnos que recuperar no es reiterar.